Recuerdos de Ferrol (1969-2013): Primera investigación en el castillo de Narahío

En la sierra de Forgoselo había lobos. O al menos eso aseguraba vox populi. Con dos amigos (los mismos con los que había ido a Ares la primera vez que dormí en tienda de campaña) programamos un mes de noviembre una salida de tres días (dos noches) al pie del castillo de Narahío, uno de mis sitios favoritos de juventud y también ahora.

Fuimos en autobús hasta poco antes de San Sadurniño y echamos a andar los tres kilómetros que nos separaban de la fortaleza, pista ancha de tierra que cubrimos con cansancio porque íbamos muy cargados. Montamos la tienda con todas las precauciones, incluso con una cuerda gruesa colgada de un árbol por si había que salir por piernas. Lo cierto es que, excepto un perro –que acabó siendo muy ladrador pero de escasa estatura- nadie nos molestó ninguna noche, y de los lobos no hubo ni rastro.

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Exploramos todo el castillo, en ocasiones ascendiendo la colina con dificultad, como se ve en esta foto. Yo llevaba mi escopeta de balines –robada muchos años después en el chalet de Doniños de mis padres-, de nombre Telie. No dimos con los subterráneos que dibujaba Andrés Avelino Comerma y Batalla (los descubriríamos pocos años después, comprobando que el autor había puesto un buen pellizco de su imaginación), a pesar de que lo sudamos. La foto siguiente refleja mi cansancio, real, a la vuelta de una de esas exploraciones.

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Fue también la única vez que subí a la puerta de la torre, gracias a una escalera de los chicos de la casa de abajo (el segundo y el tercero de la foto; el de la izquierda soy yo, y el de la derecha uno de mis amigos, del que no volví a saber nada). Pero sí descubrimos un magnífico salto de agua al que era dificilísimo llegar, y hoy todavía casi se puede aplicar el mismo superlativo, una fervenza que prácticamente nadie conoce.

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